por Nora Bar
Volvió la Feria del Libro, experiencia irresistible si
las hay. No importa que nos abrume la perspectiva de caminar horas por
esos pasillos que parecen salidos de un universo borgeano o del film
Interestelar, que nos confunda la inagotable oferta de títulos? y que
los precios "con descuento" sean siempre más altos de lo que
quisiéramos. Además de acercarnos a los escritores y de participar en
charlas sobre los temas más diversos, desde la ciencia ficción hasta la
pintura abstracta, a los aficionados a la lectura la Feria nos seduce
con la promesa de la figurita difícil que puede deslumbrarnos.
Pasan las tecnologías, pero el libro persiste.
Según cuentan Leighton Reynolds y Nigel Wilson en Copistas y filólogos
(Gredos, 1995), estas colecciones de ideas que nos resultan hoy tan
naturales fueron una rareza hasta bien entrado el siglo V a.C., y junto
con el objeto surgió el comercio: al parecer por esos días ya se
dedicaba a la venta de libros un sector del mercado de Atenas.
Venían
en forma de rollos, con el texto escrito sobre una de las caras. El
lector debía desenrollarlos usando una mano para sostener la parte que
ya había leído; pero como para llegar al final tenía que darle la vuelta
completa, había que desenrollar todo el libro de nuevo antes de que
otro pudiera usarlo.
El sistema no resultaba muy cómodo, en
especial si a esto se le suma que generalmente estaban hechos de papiro,
que se dañaban con facilidad, los textos se escribían sin división de
palabras, la puntuación era rudimentaria, la acentuación no se había
inventado, y en las obras dramáticas no se indicaban los cambios de
parlamentos de los personajes o se omitían sus nombres. Antes de
verificar una cita o comprobar una referencia resultaba más práctico
confiar en la memoria que abrir el rollo.
Pero a pesar de los
inconvenientes, todo indica que nada detuvo al lector ávido. El comercio
aumentó, surgieron las primeras bibliotecas privadas y en el siglo IV
a.C. los avances en la educación y en la ciencia dieron lugar a las
bibliotecas públicas, entre las cuales la más célebre de la antigüedad
fue sin duda la de Alejandría, una ciudad que se erigía en el norte de
Egipto, en la zona más occidental del delta del Nilo.
La famosa
biblioteca surgió como un agregado al "Museo" creado por Ptolomeo I, un
metafórico templo para la adoración de las musas que, según cuenta
Lionel Casson en Las bibliotecas del mundo antiguo (Edicions Bellaterra, 2003), fue algo así como una primitiva versión del think tank moderno.
Sus miembros eran poetas, científicos y eruditos que se libraban de las
innumerables molestias que nos alteran a las personas comunes:
nombrados de por vida, disfrutaban de un sustancioso salario, estaban
exentos de impuestos y gozaban de vivienda y alimento gratuitos "para
que pudieran dedicar su tiempo a elevados fines intelectuales", dice
Casson.
Para abastecer y cultivar este think tank tan
particular, los Ptolomeos no vacilaron en gastar cuantiosas sumas y en
ejercer la arbitrariedad real para reunir la colección de libros y
documentos más impresionante de su tiempo.
"Enviaron agentes con
las bolsas repletas y órdenes de comprar el máximo de libros posible, de
cualquier clase y de cualquier tema, y cuanto más antigua fuera la
copia, mejor -destaca Casson-. Preferían los libros antiguos porque,
decían, al haber sufrido menos procesos de recopiado, la posibilidad de
errores en el texto era menor. Los agentes siguieron las instrucciones
con tanto celo que (?) para atender la demanda que habían generado
surgió una nueva industria: la «fabricación de copias antiguas»."
Era
tal el valor que se asignaba a los libros que Ptolomeo III no dudó en
desembolsar el equivalente a millones de dólares actuales ni en recurrir
a la estafa para apoderarse de los rollos originales de las obras de
Esquilo, Sófocles y Eurípides. Los hizo copiar y devolvió la copia a los
atenienses.
En efecto, todo cambia, pero el libro de papel
permanece (igual que algunas conductas humanas que siguen vigentes a
través de milenios). Podemos tolerar que el avance arrollador de los
medios electrónicos lo metamorfoseen, pero esperemos no tener que
enfrentarnos con un futuro como el que Bradbury entrevió en Fahrenheit 451, y que nuestros descendientes no tengan que retirarse a los bosques a memorizar nuestros libros favoritos?